Algunas personas me han dicho que mi hija es muy valiente por irse sola. Y que yo también lo soy por no vivir su viaje con miedo, sino con ilusión.

Voy a explicarte cómo lo hago.

Empecé a entrenarme cuando mis hijos (que son tres y se llevan poco tiempo) empezaron a salir por la noche.

Al principio dejaba la puerta de mi habitación abierta y les pedía que entrasen para avisar de que habían llegado.

Pero un día pensé que, por mucho que estuviese pendiente de ellos, no iba a poder protegerles. Mi miedo era inútil, solo me producía sufrimiento.

Así que mi siguiente objetivo fue tratar de engañarlo.

Para hacerlo, entretenía a mi mente poniéndome a leer, imaginando las próximas vacaciones o pensando en cualquier otra historia.

El sistema funcionó. Ahora duermo a pierna suelta y me pongo los tapones para no oírles llegar.

Con el viaje de mi hija pasa algo parecido.

Primero, decido que no quiero que el miedo ocupe un espacio que no le toca. La responsabilidad y la prudencia, sí. El miedo, no. Juego con ventaja, porque mi hija tiene la cabeza muy bien amueblada.

Dentro de lo que esté en mi mano, en la vida quiero cambiar el miedo por un «vamos a hacerlo». Cuando lleguen los problemas (que, en algún momento, llegarán), ya nos ocuparemos de ellos. De momento, aprovechemos.

Una vez hecho el razonamiento, en este caso distraer a la mente es bien sencillo.

Solo tengo que abrir los ojos y el corazón, cambiar el foco, y en lugar de mirarme a mí, mirarla a ella.

Bajar las barreras y dejar que su ilusión (que es tan potente como el miedo y que también se contagia), me invada.

Entonces, me pongo en su piel, intento recordar cómo me sentía a su edad…

En lugar de oír a mi Pepito Grillo, me concentro en escuchar sus aventuras, que son mucho más divertidas.

En vez de pensar qué le puede pasar, la ayudo a planear y a imaginar lo bien que se lo va a pasar.

Y de esta manera, el viaje que yo no hice, lo hago a través suyo.

Me subo con ella en el tren. Me relajo, ¡y disfruto!

Que tengas un fantástico fin de semana.