Cuando tenía diecinueve o veinte años, una amiga me hablo de una nueva compañera de trabajo que había llegado a su oficina.
Le había impactado porque tenía una estética muy diferente a la nuestra.
Siempre iba vestida de negro y llevaba calaveras por todas partes: en los anillos, pendientes, cinturones. Siempre que podía, se ponía algo que tuviese una calavera como decoración.
Sí que era extraña, pensé.
Mi amiga me explicó que lo hacía porque quería tener siempre presente a la muerte.
Eso me pareció aún más raro.
¿La muerte? ¿Presente? ¡Vaya ganas!
Yo me acababa de pintar mi bicicleta de rosa y gris. Nos gustaban los Pecos y Miguel Bosé.
Ahora creo que la actitud de la compañera de mi amiga en relación a la muerte o a la pérdida, era mucho más sana que la que mantenemos hoy en día.
No me refiero a vestirse de negro o a rodearse de calaveras.
Hablo de ser consciente de que nuestra vida es un regalo, que vivimos de prestado, y que por tanto, hay que aprovecharla al máximo.
El doctor Joan Carles Trallero lo explica mucho mejor que yo:
«La gran paradoja es que la aceptación de la finitud, de la temporalidad de nuestra existencia en este mundo, nos libera, porque la aceptación es mágica. Integrar nuestra mortalidad como un hecho del que somos conscientes no desencadena el terror, sino todo lo contrario, nos da el permiso para deshacernos de ataduras y para aprovechar la vida como el regalo que es, y nos hace por ello más agradecidos y más capaces de adaptarnos a los cambios.
Nos atrevemos a relajarnos frente al factor tiempo sin pretender controlarlo. Y ese dejarse ir, que no deja de ser un acto de humildad, es así mismo un gran acto de amor y de generosidad. Disponernos a aceptar lo que viene, liberándonos de una vez por todas del estéril empeño de dirigirlo todo a nuestro gusto, nos conduce a una actitud de apertura, en lugar de al victimismo que culpa de nuestros males a quien sea.
Hacerlo es una decisión. Desde la intuición, desde el aprendizaje y la maduración, o desde la sabiduría innata, pero es una decisión que nos enfilará en dirección contraria a la que sigue la mayoría.
El miedo no habrá desaparecido, pero en lugar de ser un veneno paralizante, se convierte en un estímulo, en un catalizador que nos pone en camino hacia una transformación. La auténtica aceptación de la temporalidad y de la mortalidad, la nuestra y la de quienes amamos, transforma nuestro paso por la vida.
El objetivo no es no tener miedo a morir (y no me creo mucho a quienes lo afirman), el objetivo es convivir con él sin cederle el mando, y descomprimir aquellas virtudes humanas como la compasión, la ternura, o el mismísimo amor, que a menudo no se manifiestan pese a encontrarse latentes porque el miedo las mantiene bajo tierra. Esa descompresión facilita la fuerza expansiva de lo que nos caracteriza como humanos y hace la vida digna de ser vivida.»
He tardado unos cuantos años, pero ahora entiendo a la compañera de mi amiga.
Disfrutemos del lunes. Y si se acerca el miedo, te propongo que lo usemos como recordatorio para celebrar la vida y mostrar nuestro amor a las personas que queremos.