Hay frases que de tanto escucharlas no te hacen efecto.

Y de repente, un día te llegan y dices: ¡ah, era eso!

A mí me está pasando últimamente con lo del aquí y el ahora.

Mi madre me lo repetía mil veces, porque mientras hacía una cosa siempre estaba pensando en la siguiente. Sigo igual, es mi tendencia natural. Pero, por suerte, ya voy encontrando alguna forma de esquivarla.

Una de las que mejor me funciona es Concederme un tiempo. Aunque tenga mil cosas en la cabeza y me supere la lista de lo que quiero hacer y no llego, hay veces que decido concederme un tiempo para hacer algo en concreto.

Me regalo un cuarto de hora, media hora, una hora entera, lo que considere. Y me concentro en disfrutar de lo que estoy haciendo, con la tranquilidad de que cuando se acabe ese tiempo volveré a mi estado habitual.

El sábado pasado estuve liada haciendo el cambio de ropa de los armarios. Cuando le tocó el turno a los zapatos, no sé por qué, en lugar de limpiarlos y guardarlos en modo hazlo lo más rápido posible, me tomé mi tiempo.

Y se obró el milagro.

Las sandalias viejas me llevaron a la playa.

Los zapatos rojos se convirtieron en el recuerdo de un día de estreno.

Y las alpargatas, que cada vez me van más anchas, reivindicaron su papel. Cómodas no son, pero me gustan tanto y quedan tan bien…

Mientras los limpiaba tranquilamente, el sol entraba por la ventana de la cocina. Era un sol de otoño, de esos que ya no molestan, sino que acarician y reconfortan.  

Los fui metiendo uno a uno en sus cajas.

Entonces, me di cuenta de lo bien que me estaba sentando aquel ratito.

Me acordé del consejo de mi madre. Y pensé que, en gran parte, la felicidad debía consistir simplemente en eso, en ser consciente y saborear el momento.

¡Que disfrutes del día!