Cuando tenía dieciséis o diecisiete años y alguno de nuestros amigos se quedaba solo en casa, ya sabíamos donde íbamos a pasar la tarde del sábado: «Fiesta en casa».
Comprábamos bebidas que mezclábamos con poco acierto y que, por suerte, no he vuelto a ver. Recuerdo una especie de jarabe verde que se llamaba peppermint, también un brebaje que combinaba cacaolat y coñac. Y por supuesto, todo tipo de sangrías, que venían siendo nuestra especialidad.
Te arreglabas lo mejor que podías. La ropa, rosa y gris. Los pendientes, dorados, cuanto más grandes mejor, la raya en los ojos y el brillo en los labios.
Sonaba el timbre e iban llegando amigos, conocidos, amigos de los amigos, vecinos de los amigos. Más gente de la que cabía en unos pisos que siempre eran pequeños y que manteníamos en penumbra, por lo que pudiera pasar.
Éramos jóvenes, pero nos sentíamos mayores. Inseguros por la incerteza y nuestra propia torpeza, pero ilusionados por todo lo que teníamos por vivir.
Aunque no hubiese mucho sitio para bailar, en aquellas fiestas siempre había música de fondo. Nuestra banda sonora particular.
Si nos animábamos, cantábamos.
Si nos veníamos arriba, intentábamos arreglar el mundo, compartiendo lo que habíamos leído o nos habían contado.
No había móviles ni redes sociales.
Del funky y la música disco,
pasábamos al disco samba,
alguna bachata, y directos a las lentas.
Entonces cruzabas los dedos para ver si tenías suerte y te sacaba a bailar el chico que te gustaba.
Bee Gees, Aute, Serrat, y canciones tan preciosas como esta. Mil gracias por acompañarnos, Pablo. Si alguna vez nos sentimos derrotados, siempre tendremos en quién apoyarnos.
Que la disfrutes.
PD. Aquí tienes la letra, por si te apetece cantarla 😉