Echarse una siesta está entre la lista de mis placeres preferidos.

No todas las siestas son iguales.

Algunas duran entre diez y veinte minutos. Aunque parecen cortitas, te dejan como nuevo.

También están las siestas que son una fiesta. Te pones el pijama, te metes en la cama, y te lanzas a la aventura sin poner el despertador.

Y luego están las siestas del pueblo, que son de una categoría superior.

Si te echas una siesta en el pueblo en esta época del año, es bueno que tengas cerca una manta. Te tapas un poco las piernas, haces como que vas a leer, y caes en una especie de pozo infinito del que no puedes salir.

Cuando te despiertas, no sabes ni cómo te llamas ni donde estás.

Si han cambiado la hora, miras por la ventana y resulta que se está haciendo de noche.

El campo y el cielo se han vuelto de un intenso color dorado.

Levantas un poco la vista y ves un arco iris. ¿Será que ha llovido mientras estabas durmiendo? Inspiras hondo. No huele a mojado.

Tampoco se oye nada, tan solo algún pájaro cantando. Y ruidos en la cocina: mi madre, que ya estará pensando en empezar a preparar la cena.

Esas siestas gloriosas tienen el poder de tranquilizarte y de reconciliarte con la vida.

Se trata de un deporte sencillo que, de tanto en tanto, conviene practicar.

Que tengas un feliz día.