El primer día que fui a la Universidad llegué tarde.

Mientras iba acelerada intentando averiguar donde narices estaba la clase, una chica -tan acelerada como yo-, me preguntó: ¿tú también vas a Historia?

Le dije que sí, y así fue cómo la conocí.

Desde entonces hemos vivido juntas muchas cosas, nos hemos perdido y reído un montón.

Mi amiga y yo somos muy diferentes.

Ella es sólida, y yo gaseosa.

Ella tiene los pies en la Tierra, yo soy como un globo sonda.

Ella es un disco duro, yo tengo memoria de pez.

Pero no es por todo eso por lo que más la admiro. Te lo voy a contar.

Desde hace un tiempo, su madre se ha convertido en una delicada flor.

Cuando mi amiga llega a su casa (seguro que más de un día, cansada), a veces le canta.

Su madre le sigue, y cantan juntas las dos. Recuerda ya pocas cosas, pero cuando empieza a cantar, parece que las palabras le salgan solas.

Entonces mi amiga se ríe. Y su madre la mira como preguntándole si es que no lo está haciendo bien. Y ella la mira muy dulce y se ríe todavía más.

Después saluda a su perra y a sus dos gatos, que van girando a su alrededor.

También a la persona que cuida a su madre. Conviven las tres; mejor dicho, los seis.

Mi amiga ha conseguido crear en su casa un ecosistema único, en el que se mezclan perros y gatos, su madre es feliz y, lo más complicado de todo, ella es feliz también.

Si la admiro sobre todo es porque ha sido capaz de priorizar y de organizar todo esto sin dejar de autoprotegerse y de cuidarse. De hecho, y contra todo pronóstico, dice que es la etapa más feliz de su vida.

Si tuviese que cantarle una canción a mi amiga sería esta, que me sabe a noches de verano, a juventud, y a una vida entera por descubrir.

Que tengas el mejor de los días.