Llevamos dos días sin gas. Todo empezó ayer. Nueve menos cuarto de la noche. Llevaba un rato estudiando y escribiendo; ya estaba haciéndose tarde, pero estaba enganchada intentando entender cómo Aristarco consiguió calcular la distancia que separa a la Tierra del Sol. Increíble, otro día te lo explico.
El caso es que ya iba justa de tiempo para preparar la cena.
Entonces, voy a encender el fuego y no puedo. Primero pensé que no funcionaba el encendedor, luego que el fogón estaba atascado. Al final me tuve que rendir a la evidencia. Tendría que haberle hecho caso a mi hija cuando me dijo que había venido un señor a ver la lectura del gas y, que cuando ella no le dejo pasar, le dijo que avisase a su madre de que tenía que enviar la lectura del contador. Su madre, por supuesto, ni caso; Aristarco era mucho más interesante. Y ahora, ahí estaba sudando tinta, pensando qué narices íbamos a cenar y, lo peor, cómo nos íbamos a duchar al día siguiente.
Después de enviar dos mails y de hacer dos llamadas infructuosas a la compañía, tengo que ir haciéndome a la idea de que mañana -sí- me tengo que lavar el pelo con agua fría. Estoy desolada. Una cosa es ducharse rápidamente, y otra, lavarse el pelo con agua congelada.
Cuando estamos acostumbrados a algo, lo damos por hecho sin valorarlo lo suficiente. Abrimos el grifo y ahí está ese agua calentita.
Pasa lo mismo con muchas otras cosas en la vida.
Las tenemos tan integradas en nuestro día a día que no les prestamos la atención que se merecen. Hasta que, de repente, dejan de estar ahí. Y entonces las echamos muchísimo de menos. Como esa ducha que te hace entrar en calor y relajarte antes de ir a dormir
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