Érase una vez una abuela muy divertida que se casó con un abuelo muy cascarrabias pero con muy buen corazón. Tuvieron cuatro hijos.

Aunque los dos venían de familia pobre, la de la abuela era un poco menos pobre, y cuando sus padres murieron, heredó una tabla con nueve olivos en un rinconcito desde el que se veía el pueblo donde ambos nacieron: Aniñón.

Un día, el abuelo tuvo un accidente.

Como ya no podía trabajar en el campo, decidieron emigrar a la ciudad y dejar la tabla y sus olivos a cargo de un familiar.

Pasaron los años y los hijos de los abuelos crecieron, se casaron, y tuvieron más hijos.

En total, sumaron nueve nietos. ¡Qué casualidad! Nueve nietos para nueve olivos.

Un buen día, el familiar que había estado cuidando los olivos, murió.

¿Qué haremos ahora con los olivos? Se preguntaron los hijos y los nietos de los abuelos.

Ninguno de nosotros sabemos cuidar el campo y la mayoría vivimos lejos, en la ciudad.

Podemos intentar venderlos, pero poco dinero nos darán.

Ya que los olivos son de nuestros abuelos, ¿no sería más bonito intentar mantenerlos y juntarnos para recoger las olivas y pasar un día en el campo?

Y así fue como decidieron que, al menos durante el primer año, pedirían a alguien que les ayudase a cuidar los olivos, y cuando llegase diciembre, con la ayuda de uno de ellos, que era muy espabilado y haría las veces de capataz, irían a aquel rincón desde el que se veía el pueblo, recogerían las olivas, las limpiarían y las llevarían a la cooperativa.

Y en esas estamos.

Este fin de semana iremos a hacer de jornaleros. A ver qué sale. Espero que sea aceite.

Seguro que va a hacer mucho frío y no va a ser ni la décima parte de lo bucólico que me lo estoy imaginando, pero -como pasa en la mayoría de los cuentos y los sueños- ¿y lo bien que, mientras tanto, me lo estoy pasando?

Ya te contaré como acaba la aventura.

¡Que tengas un feliz día!