Ayer trabajé en casa. Como todavía estoy convaleciente del Covid, prefieren que no me acerque por la oficina.

Mi hijo pequeño había preparado la comida y comimos juntos. Hacía muchos días que no lo hacíamos.

Después de trabajar un ratito más, me tumbé en la cama para acabar el libro que estaba leyendo.

Luego me entró el sueño, y decidí cerrar los ojos y descansar.

Por suerte, no me desperté demasiado tarde. Se me ocurrió que sería una buena idea acercarme a la biblioteca para devolver un par de libros y de paso, ver si encontraba algún otro que me apeteciese leer.

Me puse unos zapatos rojos nuevos que todavía no había podido estrenar.

La tarde estaba perfecta para pasear. Ni frío, ni calor, y un sol precioso.

Mientras iba caminando, aproveché para llamar a mi hija y hablar un poquito con ella.

En la biblioteca seguí un ritual que me encanta: primero, miro por las mesas donde están las novedades y la selección de libros que hacen los bibliotecarios, luego echo un vistazo por las estanterías. Y así, voy escogiendo los libros que me apetecería leer.

Entonces, me siento en una mesa con toda la pila y los voy ojeando tranquilamente, en plan degustación, para escoger los que me acabaré llevando.

Ayer salí con dos.

Al volver a casa, el sol se estaba poniendo y se veía el skyline de la ciudad con el mar al fondo.

Llegué, encendí el horno para descongelar un par de trozos de pan y que estuviesen bien crujientes, y me puse a preparar una cena que resultó ser deliciosa: una crema de espinacas frescas y unos huevos duros con tomate natural rallado, almendra picada, sal y aceite de oliva.

Mientras estaba enfrascada en la faena, el mirlo que tenemos por casa iba entonando sus últimas melodías. Abrí la ventana para escucharlo mejor.

Gran día.