Dicen que el olfato es el sentido que tiene más memoria de todos.

Debe de ser verdad, porque hay olores que no se olvidan.

El lunes estábamos sin gel. Como el sábado fue fiesta en Barcelona, nuestra compra semanal había quedado reducida al mínimo. Y ese mínimo no incluyó el gel.

Aprovechando que había salido a dar una vuelta por la montaña, pasé por el súper para comprar un bote.

Mi idea era coger el de siempre, o alguno parecido. Pero, entonces, vi uno que me trasladó a mi niñez.

Era fácil de reconocer porque su forma no es alargada, sino redonda. Bueno, más bien octogonal. Los anuncios decían que venía de París. Y eso, en los setenta, era lo más.

Pero lo que más recordaba era su olor. Me llevó volando a cuando los domingos por la tarde nos duchábamos nada más llegar a casa, después de haber pasado el día en el campo, y de haber hecho la tradicional caravana escuchando Carrusel deportivo y sintiendo remordimientos porque los deberes seguían por hacer.

Miré el precio. Pagable, tampoco había tanta diferencia con los otros geles.

Resultó que había dos versiones: la clásica, y una actualizada, más hidratante. Disimuladamente, abrí los botes y las olí. No me podía arriesgar.

Me decanté por la clásica.

Pagué y me llevé el bote a casa como quien se lleva un trofeo.

Por supuesto, nada más entrar por la puerta decidí que necesitaba una ducha.

Y así fue como conseguí sumergirme de nuevo en aquel olor penetrante, en aquellos domingos por la tarde, en aquel momento.

Seguro que hay placeres más sofisticados, pero pensé que no había nada comparable a sentir de nuevo en la piel el olor de tu niñez.

Y que, a menudo, los mejores placeres aparecen escondidos en los rincones más sencillos. Solo hay que abrir los ojos y estar bien atento para descubrirlos.

Que tengas un magnífico día.