Hoy es el último día de verano.

Mañana empezará oficialmente el otoño en nuestro hemisferio.

Adiós a las hogueras de Sant Joan que nos anunciaban la noche más corta del año. Poco a poco, la oscuridad ha ido ganando terreno y ahora ocupa ya tanto espacio como el día. Seguirá creciendo hasta que el 21 de diciembre rompamos el maleficio y nos encaminemos de nuevo hacia el sol.

Mi padre, que era una persona muy sabia, decía que todas las estaciones del año eran bonitas, cada una tenía su encanto.

Le gustaba el otoño por los colores y los olores del campo, y porque con él llegaba la época de hacer membrillo.

Se esmeraba en hacer unas porciones casi perfectas. Brillantes, envueltas con papel film en la nevera, parecían una montaña de quilates. Siempre tenían la misma forma rectangular y un tamaño mediano. Aunque el color y la textura variaban; porque con el membrillo pasa como con la paella, por mucho que lo intentes, nunca queda igual. 

Con la llegada del otoño empezarán a bajar por fin las temperaturas. La ropa que hasta ahora ocupaba su espacio el armario, la veremos, de repente, fuera de lugar; y un año más, volveremos a hacer incursiones en los altillos para buscar aquella chaqueta o jersey cálido que sabemos que nos abrigará.

¿Y el verano? ¿Qué quedará de él?

Pues, cómo decía la publicidad que vi el otro día en un camión (también en la publicidad y en los camiones hay poesía): aunque el verano se fue, y con él se acabó el azúcar, nos quedará el sabor 😉

Pues nada, ¡que exprimas hasta la última gota!